viernes, 25 de julio de 2025

Hijos de un sueño inacabado (III)

 


Al fondo de la cámara subterránea donde tiene lugar el encuentro forzado entre la bella y la bestia en Neonomicon, cámara que aparecerá de nuevo en Providence (en verdad, como diremos, una caja de concentración de la supuesta energía orgonal descubierta por el psiquiatra Wilhelm Reich) aguardan horrores que la joven protagonista ya había conocido durante los años en que se llenó de los cuentos de Lovecraft, y que ahora se le aparecen como capaces de romper la diferencia, antes sólida, entre lo que es y lo que no es.


Esto nos lleva ya a la posible culminación de la cuestión del paso de lo ficticio al embrión de lo real en los cómics firmados por Moore como guionista. Formado entre sueños de sí mismo y pesadillas de otros, el Gran Antagonista de la trilogía The Courtyard-Neonomicon-Providence se convierte en una presencia que ya no necesita de figura humana como la de Jack el Destripador, pero sí de madre humana. El propósito de Moore es proporcionarle, para su presentación dentro de la óptica de lo que llamamos “real”, una hendidura por la que convencernos de que no tiene relevancia qué fue antes: ¿los dioses olvidados o la producción narrativa ficcional de los mitos de Chtulhu en que se nos presentan dichos dioses? Al igual que en los cuentos de Lovecraft, en los que una búsqueda en una biblioteca o en un museo local, sin requerir inicialmente la aparición de elementos fuera de lo común, puede convertirse progresivamente en un descubrimiento de horrores cósmicos que están más allá del espacio y el tiempo,  a lo largo de esta trilogía la diferencia entre lo verosímil y lo que no debería ser queda difuminada, surgiéndonos la duda de si la supuesta ficción de Lovecraft no fue, acaso, sino una mera recapitulación de testimonios y noticias de la Norteamérica oculta bajo la superficie de lo que abrazamos como normal. Cuando según el Enuma Elish Marduk venció a Tiamat, diosa del oceáno primordial y del caos antes del cosmos, dando lugar a la formación del mundo de los hombres, permitió que los hombres-pez tuvieran comercio con los hombres que le construyeron templos, sin querer ver la importancia del hecho de que Tiamat, aunque dividida entre cielo y tierra y completamente desgarrada en la batalla, seguía siendo la matriz de todos ellos. En esta trilogía Moore, con su pareja Jacen Burrows, se lanza en un triple mortal y, en su habitual bizarría, no tiene reparo en mostrar la presencia contemporánea de esos hombres-pez del mito mesopotámico (de hecho, en lugar de hablar de Dagón, habla de Oannes) participando en bacanales entre miembros de un moderno club de intercambio de sexo de Salem a comienzos del siglo XXI. Este caprichoso aggiornamento de la figura de los profundos (“Deep ones”) de La sombra sobre Innsmouth, llamados a participar en orgías entre insulsos y aparentemente mansos ciudadanos norteamericanos (que poco recuerdan al clan de los Marsh), no sólo tiene un papel de provocación al lector (y quién sabe si al propio H.P. Lovecraft), sino que, como explicamos a continuación, lleva su propia “carga de profundidad”.

Boceto rescatado de una carta de H.P. Lovecraft de 1934, mostrando al Gran Chtulhu, sobre las ruinas de Rlyeh. Dicho boceto, según la trama de Providence, no fue facilitado a Lovecraft entre los apuntes de Robert Black -quien en ningún momento tiene contacto directo con los cultos de las marismas de Florida-, sino que debió de ser el resultado del metabolismo en los sueños del propio Lovecraft del resto de relatos y testimonios de horrores sin nombre, ocultos bajo la apariencia atlética de los EEUU de entreguerras, que la lectura del diario de Robert Black desencadenó en el caballero de Providence.



El escenario previsto para la reaparición de un solitario hombre-pez en la trama que vincula Neonomicon con Providence, una suerte de cámara subterránea sellada por una puerta construida a base de varias capas de maderas nobles y metales escogidos, con un túnel que permite la entrada del agua salada hasta una piscina, hace una referencia rápida a lo que el psiquiatra (para algunos, falso psiquiatra) Wilhelm Reich llamó “cámara orgonal”. Algunas de estas “cámaras orgonales”, en su versión doméstica, estuvieron en circulación en la América de los años 40 y 50 como una suerte de aparato vendido “puerta a puerta” que prometía la cura de todos los males orgánicos derivados de los desequilibrios de la libido, y a causa de cuya comercialización W. Reich acabó sufriendo persecuciones legales. No obstante, su diseño de la “cámara orgonal” no es más oscuro de lo que pueda haberlo sido la idea de la “histeria” como causa de padecimientos psicosomáticos en los primeros años de la Psiquiatría contemporánea, durante la formación de la bien estimada (y pagada) profesión psicoanalítica. En algún número de Supreme encontraremos una mención directa a Wilhelm Reich, retratado con humor como un personaje llamado “el Chico Orgonal”, que va equipado con una suerte de “proyector orgonal” para sus aventuras. La hipótesis de la “energía orgonal” de Reich ha sido recogida por Moore en varias de sus obras: ésta es la energía que el Oliver Haddo / Aleister Crowley de La Liga de los Hombres Extraordinarios: Century utiliza para recargar su varita mágica tras dejar fuera de combate a Orlando, como si se tratase de una pólvora sexual; también, en otro punto de Providence, es la energía que causa que la “estrella caída” guardada en el campanario de una vieja iglesia comience a proyectar imágenes que revelan la espera de Yuggoth en los confines del cosmos, mientras el protagonista y uno de sus amantes superan un encuentro homosexual. Y pasamos ya al punto al que queremos llegar.

Cuando el hombre-pez aborda placenteramente a la joven Merryl Brears, en un encuentro forzado de las bestia con la bella, y la deja encinta, parece que ya estaríamos explicando cómo es posible que finalmente en ella se desarrolle el embrión de algo que no debería existir. Pero esto no es así. Durante generaciones, los ciudadanos de Innsmouth (y los de Salem) hibridaron con los visitantes nocturnos del fondo del mar, dando lugar a sucesivas camadas de “monstruos” que terminaban transformándose y marchando a vivir en las profundidades cuando desarrollaban rasgos propios de la estirpe de Dagon y la Madre Hydra. Un acto concreto, en esta situación, no tendría por qué haber desencadenado el embarazo que se resuelve en el desenlace de Providence, cuando una selecta camarilla, en plena parodia de la Natividad (Moore no tiene problemas en mostrar su paganismo anticristiano), contempla en vivo el parto de un ser que no debía ser y cuyo nombre no vamos a reproducir aquí, pero que los lectores de Lovecraft podrán adivinar sin esfuerzo. Sin embargo, hay algo que facilita en esta concreta situación diseñada por Moore la llegada de un embarazo gracias al cual “los extraños eones comienzan entre mis muslos”, en palabras de la propia agente Brears. No es sólo la concentración de “energía orgonal” dentro de la cámara nupcial en que está teniendo lugar el acto; no es sólo la idiosincrasia y la sexualidad desinhibida de la futura madre, que se retrata a sí misma como “poco menos que una ninfómana” (es decir: una presa de lo que antes hubiera podido ser un “furor uterino”), sino que debemos acudir a algún tipo de imagen poética, indeleblemente impresa en el subsuelo preconsciente de los actos de la agente Merryl Brears, y capaz de desarrollarse en la forma de un embrión singular en una matriz preparada para trasladarle sus ensoñaciones (o pesadillas). Como en el caso de la madre del Dr. Gull de From Hell, podemos tomar como “imagen poética que genera el embrión real”, invirtiendo la lógica de lo real, algo análogo a los retratos de Napoleón como Gran Antagonista. Y ahora me preguntarán, “¿y dónde está aquí el retrato del Gran Antagonista que haría falta para inducir en el embarazo de la joven Merryl Brears el efecto que el retrato de Napoleón tuvo sobre la madre de Sir William Gull?”. A la vista de lo que alcanzan las viñetas no hay, desde luego, retrato alguno, a excepción de la parafernalia en forma de muñecos, portadas de discos de rock gótico, material de juegos de rol y abalorios sexuales que la agente Brears acababa de encontrarse en la tienda/librería de los propietarios de esa cámara orgonal (lo que no es poco, desde luego: pues sin ese “cultivo previo” a nivel colectivo y subcultural, la imagen poética del Gran Chtulhu hubiera resultado inofensiva). Creo que lo decisivo es que, años antes de su encuentro con un profundo, la joven madre de la creatura se había imbuido de los mitos de Chtulhu y había llenado su imaginación y sus ensoñaciones con ellos, hasta haberlos escogido como tema de su tesis de licenciatura, según ella misma refiere, en un esfuerzo racional por dar cuenta de su valor. La cámara orgonal del encuentro con el hombre-pez pudo sin duda pudo ser un coadyuvante, pero en realidad, no tenía nada que potenciar si en su matriz no hubiera ido ya “el apetito de dar luz” a un monstruoso Gran Antagonista cuya llegada, parece ser, ella entiende como algo bien merecido por la historia del género humano y su deficiente desarrollo social más allá del mutuo abuso asumido como normalidad. La visión traumática de la llegada del profundo saliendo de las aguas de la cámara subterránea, aproximándose a ella para un rapto erótico, también pudo desencadenar un trauma paralizante que la predispusiera a aceptar su destino; pero el proceso ontogenético que ocurre en sus entrañas, mucho más lento y silencioso, tenía que proceder de una lenta corriente subterránea, del underground cultural (literalmente: “el inframundo cultural”) lentamente erosionado y esculpido desde la década de 1930 por los mitos como un paisaje subterráneo semi clandestino de monstruosas estalactitas y estalagmitas , obrando como una decisión común sin acuerdo explícito entre las células que se iban reproduciendo en su matriz de madre, hasta dar lugar a la placenta y al nuevo ser cuyo advenimiento era a la par temido y deseado por ella, más allá del muro del sueño.

Neonomicon: la agente del FBI Merryl Brears, continuando la investigación iniciada por Aldo Sax en The Courtyard, acaba dando con el paradero del esquivo Johnny (de) Carcosa. En una redada en los arrabales de Nueva York donde había comenzado la trama, el Sr, Juan de Carcosa se había fugado a través de una pintura callejera en la que, como en un trampantojo, la geometría y la óptica parecían burlarse de los agentes del FBI que le perseguían, abriendo ante sus ojos, sobre un muro y en un trivial y aparentemente sólido patio de los suburbios, el paisaje de Yuggoth.


Mas, dejando aparte todo lo que se aplica, dentro de las obras de Alan Moore y los cómics con los que aquí nos entretenemos,  a los anuncios (bien merecidos) de la génesis involuntaria de un Gran Antagonista, como contrapartida necesaria de una historia de lo real-racional predominantemente estructurada en torno a los protagonistas heroicos y sus -a veces buenas- voluntades (tema sobre el que volveremos), no puedo dejar de añadir algo más: cuando sin necesidad de ponernos en los extremos sublimes que Moore nos presenta a cuenta de sus personajes monstruosos, miramos alrededor y vemos, en la sencilla belleza de cualquier familia, la semejanza de rostro y figura que hay entre madre e hija (o padre e hijo), así como la diferencia sutil y decidida que existe entre ambas, resulta necesario, sí, hablar de cromosomas, mecanismos genéticos y recombinación de gametos, pero no menos, pensar si no habrán sido ambas, madre e hija, en sus primeros compases de vida, soñadoras de un mismo sueño que las recorre, generación tras generación, y que formará parte de ellas secretamente para seguir narrándose, improvisado y retomado generación tras generación, pero sin tener que ser real o efectivo más allá de la belleza con que va formando el rostro  y el gesto de cada una de ellas, mientras siga siendo soñado; resulta necesario, también, decir que este desarrollo imprevisto e incalculado que ocurre (y no ocurre) en el vientre de una mujer, en la noche cálida de la matriz, cuando la simiente del óvulo fecundado se implanta e invoca hacia sí todo un proceso de diferenciación epigenética, en divisiones y sucesivas asociaciones aparentemente sin dirección ni programa, pero que llevan hasta la preparación de una placenta y el desarrollo de un determinado embrión como si se tratase de un improvisación musical, -digo que dicho desarrollo- no sólo es un “milagro termodinámico”, como lo expresa el Dr. Manhattan desde el punto de vista del tiempo cronológico, como un espectador ajeno: es la participación, en el tiempo orgánico del ser viviente, en la forma desconocida que le otorga un sueño inacabado.


Hijos de un sueño inacabado (II)

  

Siguiendo el mismo argumento-mito, también en From Hell, vemos que la pareja Moore / Campbell aprovecha una coincidencia cronológica (aparentemente cronológica, pero arquitectónica según el transfondo de From Hell), para retratar el momento de la concepción en 1888 del que será el Conductor del III Imperio Alemán; su madre, Clara, padece en plena coyunda una fantasía incontrolada en la que se le presenta una riada de sangre saliendo de las entrañas el templo cristiano de Londres conocido como “Christ Church in Spitalfields” (el hito arquitectónico que Gull ha tomado como punto clave para su gran performance mágico como el Destripador de Whitechapel) y arrastrando hasta la muerte a un grupo de hombres vestidos como judíos askenazíes; para remate, en una de las páginas de contracubierta de otro número de From Hell se reproduce sin mayor aviso una pintura de 1889, atribuida al pintor Franz von Stuck, en la que el dios Wotan cabalga dirigiendo una Cacería Salvaje (Wilde Jadg) junto a espíritus infernales y demonios, como para irrumpir dentro del espacio del espectador y ser el azote del mundo de los vivos; el rostro de ese Wotan ofrece un aspecto que parece haber imitado, a sabiendas o no, aquel Adolfo que tantos quebrantos causaría entre los sujetos de la Corona inglesa a partir de 1939, como agitando de nuevo el fantasma de Bonaparte. ¿Qué nos están dejando caer el Sr. Moore, en complicidad con el Sr. Campbell? ¿Acaso ese retrato ejerció sobre el vientre de Clara Hitler un influjo similar al que tuvo en su día el retrato de Napoleón que tuvo delante la madre de William Gull? En algún punto de los apéndices de From Hell (o quizás en El Amnios Natal –hablo de memoria) Moore vuelve a apuntar la insuficiencia de la filosofía racionalista de la historia para anticipar la historia misma, y por tanto, para explicarla en términos reales: hablando de la expansión de Alemania bajo los auspicios del nazismo y la nueva guerra mundial, se le hace ridícula la tesis de que “los burgueses alemanes habían fabricado tantos tanques y aviones de guerra que tenían que hacer uso de ellos en la guerra relámpago para poder seguir manteniendo su economía nacional”. ¿Es la tesis de la filosofía marxista-leninista sobre la transformación necesaria del Estado-nación contemporáneo (capitalista) en fuerza imperial, en choque inevitable y sin tregua con otros estados, un ejercicio de retórica innecesaria, que nada tiene que ver con la explicación de las “guerras mundiales” que se vieron durante el siglo XX? ¿O simplemente el tal Moore está afirmando que no hay suficiente antecedente –como nunca podrá haberlo- en los hechos mismos y en la lógica de lo real-racional para dar cuenta de por qué, un buen día, el aspirante a pintor Adolfo Hitler -conscientemente o no-  cambió el oficio de pintar lienzos por la aspiración a encarnar él mismo al Wotan del lienzo de Franz von Stuck, sustituyendo la cabalgata infernal de los espíritus sobre el mundo de los vivos por otra cosa, aparentemente explicable por las ciencias históricas serias como “una consecuencia inevitable de la estructura de la Economía política alemana dejada por la guerra de 1914-1917“?

Primera página del cap. V de From Hell "La némesis de la desidia", en la que se presenta a la madre de Adolf, futuro Conductor del III Imperio, abordada por su esposo y por una fantasía sobre ; en el contexto de From Hell, este momento tiene relación con los actos que se están desarrollando en Londres a cargo del Dr. Gull, bajo el disfraz del Destripador.


Volviendo a estirar del hilo de las cuentas dejadas por el Sr. Moore, de nuevo se nos ponen a la vista asuntos pequeños (apenas embrionarios) que bien merecen una obra aparte. Una nueva perla se nos queda entre las manos tras ver y escudriñar con agrado las viñetas de Un pequeño asesinato (A small killing, dibujado por Óscar Zárate), donde ocurre algo que, siendo mínimo para la historia del género humano, desencadena una crisis alquímica en la vida del protagonista, quien acaba disociado de un estadio alienante de su propia persona y convocado a un enfrentamiento ni real ni alucinatorio con la ensoñación de su propia vida pre-adulta, representada por un visitante al que parece sólo puede ver él mismo, y que, como veremos a continuación, puede ser tanto una parte de él como del hijo que nunca llegó a conocer, pero que se ha seguido desarrollando. El desencadenante más traumático de esta transformación, su antecedente trágico de cara al espectador, parece ser “algo tan pequeño que apenas puede decirse que haya ocurrido”, como afirma el Dr. Manhattan refiriéndose a su conocimiento de las cosas subatómicas que son parte del Reloj sin relojero. Quien las haya tenido delante no podrá olvidar las viñetas en que el protagonista de Un pequeño asesinato encuentra el embrión de su propio hijo arrancado de las entrañas de la mujer a la que amaba, entregado junto a una nota dentro de una caja de cartón. En la lógica de lo real la muerte de un no-nato en estado de primer embrión, separado de la mórula por apenas unas semanas y “todavía” sin la apariencia del infante, no merece ser recogida como lo hubiera sido la muerte de Aquiles: no hay, pues, actos de ese primer ser que, según esta medida de lo que es, deban recogerse en los cánticos heroicos, ni lamentaciones que puedan entonarse desde el coro. Y sin embargo, la medida poética de un escritor de cómics pone en el centro de su motivación la pérdida cruel de alguien que, propiamente, apenas había tenido tiempo de hacerse relevante para el curso de la historia que queda en los relatos desde los tiempos de la Ilíada o el poema de Gilgamesh, de alguien que todavía no había despertado, pero que se encontraba en la matriz de su madre, soñando –quién sabe- de sus mismos sueños, y bebiendo (o más bien formándose) de éstos a través de la placenta en la misma medida en que va cobrando aspecto real por medio de los nutrientes, envuelto en el misterio sobre quién había empezado a ser, un problema planteado e irresoluble que envuelve el final de El Amnios Natal: un problema que nunca podrá resolverse en los términos de la citosina, la guanina, la adenina, o el uracilo (cito de memoria las palabras finales de El amnios natal). Pues tanto como lo que es, eso que no es, y simplemente no está formado ni existe, acaba siendo necesario para el desarrollo de alguien que seguirá, mientras sueña, formándose como algo abierto al cambio y el desarrollo, mitad real y mitad irreal. “Que lo que es, es, y no puede no ser” (en palabras del padre Parménides): “que lo que no es, no es, y no puede ser”, sigue el poema de Parménides, alardeando de la identificación entre la permanencia y el ser. Pero, si “lo que no es” ya aparece en el mismo poema de Parménides como algo a tomar en consideración, ¿tan absoluta es la diferencia entre lo que es y lo que no es para aquellos que son capaces de hacer y entender un poema? Si aceptásemos que en los seres vivientes existe una suerte de metabolismo de los sueños, generador y no sólo reparador, y por tanto, no sólo un metabolismo físico-químico de los ingredientes meramente sustanciales que los seres vivos se han de procurar durante la vigilia y la actividad sobre su entorno, ¿cuál sería la consecuencia en eso que se ha llamado “comprensión del Ser” en la filosofía del siglo XX? Y es que, al menos desde tiempos de Aristóteles, todo ser viviente se ha querido comprender y valorar desde la actividad modélica, culminante y consciente (vigilante y calculada) de los atletas y héroes griegos, suponiéndose que, en el sueño, como en la muerte, no hay diferencias ni aportes que valga la pena tomar en consideración de cara al desarrollo filogenético y ontogenético. Mas, si precisamente en los animales superiores se comprueba que la actividad viviente durante el descanso da lugar a ensoñaciones, que agitan la supuesta quietud para deshacer la diferencia entra la fantasía y la realidad presente, ¿no será que el sueño no es una mera interrupción necesaria dentro de los episodios de vigilia, sino una función orgánica anterior a la formación de la vigilia misma, fundamental para ésta, y no meramente envuelta y subordinada por ésta como “objetivo final” del organismo?. Si en la llamada Magia del Caos (que no dejo de emparentar con el Idealismo de la Naturaleza de Friedrich Schelling, como ya hemos sugerido), supuestamente compartida por Alan Moore con otros artistas-taumaturgos, lo que llamamos “lo real” no deja de ser una proyección pasajera (entre otras posibles) de una matriz interminable de formas, una trama de sombras chinescas arrojadas sobre el plano definido al que, por convención o por obediencia, escogemos atenernos para la preservación de nuestra “Razón cósmica” pero que no es capaz de agotar su propio origen, entonces podemos invertir el orden de los términos , y decir que la vigilia no es sino una interrupción aparente y pasajera de un eterno sueño al que no le molesta el cambio, al igual que “lo real-racional” no es sino una proyección transitoria de lo irreal, pero una proyección a la que, por un motivo u otro, nos estamos aferrando como “canon de lo posible”, tanto a la hora de aceptar lo que hay como a la hora de explicarlo, proclamando la superación de la vida mítica de nuestros ancestros con un entusiasmo sospechoso.


En Un pequeño asesinato (A Small Killing, O. Zárate / Alan Moore) el desgajamiento, en la forma de un niño que le acecha, de una parte de lo que es (y de lo que no ha sido) el protagonista, puede entenderse tanto como un enfrentamiento entre aspectos irreconciliables de su persona (vida adulta como profesional de la publicidad - vida como amante y dibujante) como un enfrentamiento al hijo que nunca llegó a tener, pues ambos (padre e hijo) están ligados más por lo que fue, por lo que no llegó a ser: pese a todo, persiste una comunión esencial e íntima entre ambos, basada en el sueño que hubiesen compartido, y que el hombre adulto insiste en negarse entre medias de sus obligaciones y glorias mundanas.


Hijos de un sueño inacabado (I)

 

Entre la lírica, la épica y la tragedia hay algún que otro resquicio por el que la poesía, con viñetas o sin ellas, puede colarse para tratar temas pequeños con la atención debida, o acaso, para hacer que la acción del protagonista se transforme en la caída de la comedia. Al amparo de los grandes temas pueden hacerse grandes personajes y hermosos cantos heroicos, pero sin olvidar que no todo lo que vale la pena presentar poéticamente tiene la consideración de gran tema, pues es tan sólo un algo que no parece todavía ni haber empezado a existir. No se trata de abordar también estos conatos de algo (o de alguien) tal como se produce la mera magnificación poética del héroe y sus actos o emociones, sino de la constante generosidad del novelista hacia la presencia silenciosa y precaria de lo que no quiere –porque no necesita- ser magnífico. Creo que las grandezas del Sr. Moore –cómo no-, no se guardan en su tratamiento de los viejos héroes, como tampoco residen en su poco ortodoxa persona ni en sus a veces espantosas declaraciones ante los periodistas, sino en los temas de poca monta y mínima entidad que se le cuelan repetidamente en sus obras, como un motivo musical al que no puede evitar volver, porque no termina de quedar del todo al descubierto entre los géneros de lo que es y se dice.

A veces un mosaico de iteraciones desiguales sobre un tema, repartido y repetido en fugaces atisbos a lo largo de obras sin aparente sistema, conforma una constelación lejana y sutil con la que empezar a plantear un problema, y de paso, con la que ofrecer una recompensa al lector constante, adulando su orgullo intelectual, tras haberle exigido como pago un tiempo a veces desproporcionado y una maduración de lo leído que parecen requerir tanto como una obra alquímica.





En un cierto pasaje de From Hell encontramos una de estas perlas mínimas, aparentemente un capricho que hace sus efectos en la presentación de un protagonista/antagonista de aspiraciones divinas (heroicas). En el capítulo “Sumido en la oscuridad” (cito de memoria), el jovencito William Gull, futuro cirujano de la Reina Victoria del Reino Unido, habla con su padre, carbonero de profesión, sobre su sorprendente parecido de rostro y porte con el ya desaparecido Napoleón Bonaparte, quien en su día había ocupado el papel de Gran Enemigo de Inglaterra. “Madre dice que cuando estaba embarazada de mí [1815-1816] había retratos de Napoleón Bonaparte por todas partes, y que al mirarlos se llevó tal impresión que eso hizo que me pareciese mucho a él”. Con esta afirmación sobre su origen fantasioso y, sin embargo, más determinante en su identidad que el constatado conyugio entre sus padres, el joven William Gull habla de su grandeza genética más allá de la sangre, de su comunión íntima con “uno de los grandes” –mediada por ese efecto casi traumático que los retratos de Bonaparte pudieron dejar en la imaginación de su madre (al igual que pudieron trastocar los sueños de una generación de súbditos ingleses)-, y hace así un anuncio de las grandes empresas que le han de aguardar. Suponemos que en ningún momento la impresión que quedó en la fantasía de su madre fue algo meramente explicable por la conexión fisiológica entre el sistema nervioso de ésta y el desarrollo fetal, pues negamos que haya ni un acto meramente privado (inaccesible, “personal e intransferible”) de imaginación: la imaginación ya no es empírica, sino que supone, como diría Kant, una estructura transcendental previa: no hay fuerte impresión emocional ante un retrato si no hay, antes, una disposición socializadora que la recoja y la trate hasta dejar que afecte el tuétano del acto individual de estremecerse. Pero en ese previo, donde algunos filósofos modernos señalan la estructura apolínea y formada del conocimiento humano, nosotros vemos la acción infernal (a veces mágica) de las fuerzas de la Imaginación de William Blake. En definitiva: volvemos a señalar, para explicar la presencia y la tarea del héroe, no una mera coyunda entre mortales, sino a una inspiración en los subsuelos o infiernos de la imaginación de Albión que resultó mucho más decisiva sobre lo que iban a ser el rostro y las aspiraciones de William Gull que las posibles interacciones entre nucleótidos y las divisiones celulares en las primeras fases de la fecundación y el desarrollo embrionario. Posteriormente, en los prolegómenos de su gran tarea de 1888, cuando ya investido con el delantal y la autoridad de Cirujano Real el protagonista de From Hell se presente ante Annie E. Crook, una plebeya que había contraído matrimonio en secreto con un nieto de la Reina Victoria (Moore sigue el argumento del ensayo de Stephen Knight Jack the Ripper: the final solution) , inspirará en ésta un terror inexplicable a primera vista, siendo éste el momento en que las viñetas de From Hell presentan el destino del héroe maduro, envuelto en un brillo augural siniestramente religioso, con unos lápices que se esfuerzan en destacar en blanco y negro, como en un aguafuerte, la intimidante presencia del Dr. Gull, ya consciente de su importancia y carácter, que acaba de aferrarse a la “gran misión”: “¿Quién es usted?... Me da miedo”.



Napoleón a bordo del Bellophoron en Plymouth, de Jules Girardet (1856-1946). 
Una multitud de ingleses recibe a Napoleón, ya derrotado en Waterloo y enviado a Inglaterra como prisionero de honor (agosto de 1815).


Allá por 1888 estamos todavía en el siglo en se acaba de publicar Sobre el origen de las especies; el siglo en que los primeros médicos embriólogos centroeuropeos, habiendo bebido de la Filosofía de la Naturaleza del Romanticismo alemán y su irracionalismo, propondrán un estudio comparado del desarrollo epigenético de los seres vivientes (frente a la preformación), que culminará en la teoría de la recapitulación de Ernst Haeckel a comienzos del siglo XX (los lectores asiduos de H.P. Lovecraft habrán tropezado con ese nombre más de una vez); el siglo en que también Gregor Mendel enunciará los principios de la variabilidad de los caracteres hereditarios entre generaciones de plantas, pero sin que se haya dado todavía con ningún soporte mecánico (aparentemente mecánico) del desarrollo de estos caracteres hereditarios.. Antes de los descubrimientos del microscopio electrónico y de la Biología molecular sobre la célula eucariota y la estructuración de los ácidos nucleicos y la síntesis de proteínas, así como de la aparente explicación del desarrollo ontogenético a partir de la “información genética” del ADN, podría haberse dicho que “los padres trasladan su ser a los hijos que engendran, siendo siempre idéntica la naturaleza que les hace ser lo que son, más allá de los accidentes individuales“. Filogénesis y ontogénesis son, cómo no, ideas biológicas de una importancia radical para la comprensión del ser del hombre a partir de entonces, pues en lugar de ser éste el expulsado del Jardín del Edén, empieza a ser “el animal que clasifica a otros animales”. Aquí ya está en ciernes la crisis de la idea misma del “hombre”, su desarrollo y su destino como cumbre de la Creación: en la misma crisis está la idea del Dios, pues según la ciencia-ficción vaya dando más señales de querer explicar el destino del hombre entre las estrellas a partir de su autopoiesis desde más allá del tiempo (el final inabarcable de 2001: una odisea en el espacio), más se debilitará la religiosidad del hombre occidental.

Éste es el embrollo del que saldrá reforzada y ya difundida como un tópico para el nuevo siglo la idea del superhombre, ya atravesada de la idea de “selección social” de Herbert Spencer (frente a la mera “selección natural”) y bajo la presencia de la “Cultura (del Estado Nación)” o “Espíritu estatal-nacional” como motor de la evolución social y la perfección de la raza, en sustitución de la mera acción de los factores orgánicos (unos pasos más y se rodará en Alemania El triunfo de la Voluntad, el famoso “documental” de Leni Riefenstahl, que no olvidemos, seguramente despertó envidias y simpatías en buena parte de los caballeros ingleses, temerosos de que el bolchevismo o el anarquismo tomasen las calles de Londres). Pero estábamos viendo que, pese a todo, siendo Gull un médico de 1888, alguien a quien se ha formado en un mecanicismo espontáneo (adecuadamente administrado como “metafilosofía moderna” por los miembros de la Royal Society y su colegio invisible), un mecanicismo moderno reforzado realmente por un conocimiento práctico cada vez más acabado -o al menos más preciso- del funcionamiento del cuerpo humano, éste (Gull) prefiere explicar lo terrible de su presencia personal, heroica y siniestra al tiempo, mediante un mito que lo vincula al efecto permanente que los retratos de Napoleón dejaron sobre la imaginación de los súbditos de Inglaterra, incluida su madre: mediante un mito, y no mediante una teoría biológica. Pues parece ser que el ejercicio del poder conlleva, más allá de la actuación racionalista en público, una atención en secreto a lo mítico y a la intermediación mágica: el supuesto paso del mito al logos en la Grecia antigua es una maniobra engañosa en la se despoja al vulgo de cualquier contacto consciente con lo mítico, para envolverlo en la racionalidad técnica, mientras los poderosos siguen buscando su poder en los infiernos de la Imaginación.

Pero veamos qué entraña este mito que el propio Gull (el personaje) se narra sobre su origen, derivado de la permanente impresión de lo sublime terrible que aquellos retratos de Napoleón dejaron en la disposición anímica de su madre. En este mito se acepta que una imagen poetizada de algo excesivo (el Gran Antagonista del Imperio Inglés, a la sazón Napoleón Bonaparte, un pretendido retrato, pero más que una imitación del correlato real) en la medida en que resulta trasladada mediante una relación causal real desde la pintura visible a la sensibilidad y la fantasía de una mujer, es determinante para el ser de alguien no nacido: posiblemente una imagen difundida y a la vista de una colectividad mediante retratos propagandísticos, impresos por miles en ilustraciones folletinescas y distribuidos por toda Inglaterra en la búsqueda de un ambiente prebélico, se derrama en la forma de una fantasía que toma el papel de ideal orgánico y que cumple la función decisiva de la individuación somática y espiritual de un no-nacido, siendo un individuo inglés (y no más bien un hijo de Bonaparte) el reflejo elegido por esta fantasía colectiva inspirada por los retratos de Napoleón, o más bien, por los retratos que apuntalaron el papel de Napoleón como Gran Antagonista del siglo XIX. En este mito, que un racionalista y masón (deísta) como el Dr. Gull hace suyo en la infancia, admite como un factum el peso de la imaginación y de la decantación de la fantasía en la preparación del mundo contemporáneo y de los sucesos que se constatan realmente, afirmando la posibilidad de que la imagen poética, sin dejar de ser un juego de ficción, traslade su propia forma interna (no el “ser un cuadro” o el “ser un retrato”, que es lo que guarda de real, sino la forma esencial del retratado con independencia de su ser real, precisamente en cuanto algo que no requiere el ser real) a algo que empieza a ser embrionariamente entre lo real, logrando esto no mediante mecanismos de causalidad determinada, de una cosa que es a otra cosa que es, sino operando mágicamente (subterránea, infernalmente) en la antesala de lo que “está empezando a ser pero todavía no es”. ¿Puede una ficción determinar extramuros, sin ni siquiera presentar armas frente a lo real (más allá de la imagen poetizada sobre el material del lienzo o el papel), los perfiles venideros de lo que realmente es, por estar ya de alguna manera presente pero sin ser sustancial –pues sólo se entrega como trampantojo- en el momento en que lo real comienza a ser? Esto nos dibujaría un horizonte en que la mecánica de la evolución hacia el superhombre ya no estaría explicada por azar y necesidad, y tampoco mediante procesos de control consciente para la producción de la raza desde la organización política, sino de una manera meramente ficcional. Ya no hablamos de una tesis lamarckiana sobre la herencia de los rasgos adquiridos por el desempeño habitual de determinados actos en una generación de seres vivientes, sino de una herencia de rasgos que ni siquiera se presentan ni se atisban en el cuerpo de los progenitores, rasgos que simplemente, se encuentran insuflados como algo que va a ser en sus imaginaciones por algún tipo de ilusión o trampantojo (como pudieran serlo los retratos de Napoleón allá por 1815, año de su encierro en la isla de Santa Elena) y juegan, por así decirlo, a transgredir la diferencia entre lo que es (en rigor) y lo que no es, logrando inducir en el individuo, a falta de un cierre mecánico de lo real, la forma evolutiva ficticia a la que tenderá en su posterior desarrollo, como si en determinados momentos o aspectos la solidez de lo real se reblandeciese para convertirse en arcilla fresca, “receptáculo” de sueños y pesadillas  –como se explicará más tarde, “arcilla de Innsmouth”.


Junto al pórtico del templo de la Iglesia de Cristo en Spitalfields, en el barrio de Whitechapel, el Dr. Gull admite que el propósito arquitectónico (en la arquitectura del tiempo) de su gran obra no es, exclusivamente, el de responder a las necesidades dinásticas de la Reina Victoria. La metáfora del iceberg, aludiendo a un terreno oculto a la vista, nos recuerda la talla infernal de las acciones del Destripador.


viernes, 7 de febrero de 2025

Ese aciago Relojero

 




Hoy nos vamos a limitar a hacer una sugerencia de lectura breve, de modo que, quien se vea conmovido por estas cuestiones, no pierda de vista el hilo sutil del problema del tiempo entre las tramas del Sr. Moore. Muchas son las vueltas que el asunto del tiempo ha recibido entre el capítulo “Relojero” de Watchmen y las obras posteriores de Alan Moore & Cía., llevando al límite la capacidad del cómic para señalar en las viñetas de una página, por analogía, la simultaneidad de los pasados, presentes y futuros en la perspectiva de la eternidad. La pregunta “¿Qué es la cuarta dimensión?”, presentando una idea del tiempo propia del Urizen del compás y la plomada retratado por William Blake, da lugar en From Hell a un capítulo iniciático de una misión divina, un episodio biográfico del Dr. Gull en el parece no estar ocurriendo nada y en el que sin embargo, el carácter del protagonista se prepara para el encumbramiento final en “La ascensión de Gull” –un rapto metempsicótico en el que su alma se manifiesta en diferentes formas horrorosas a lo largo de la historia de Inglaterra-; mientras tanto, en The Courtyard y en Providence (véase especialmente el capítulo inspirado en los “Sueños en la casa de la bruja”), la misma cuestión, sin necesidad de formularse más que a través de la estructura gráfica de las viñetas y la narrativa, da lugar a una supresión de la lógica que anula la capacidad del protagonista / narrador para sobreponerse al horror cósmico, dándole un nuevo giro (siniestro) a aquello que les ha venido aconteciendo bajo la ilusión de estar ellos queriéndolo hacer. El tiempo como una suerte de espejismo (o broma), en efecto, es una idea que va rodeando (pero efectivamente, rodeando) cada uno de los intentos de Moore por plantarse con sus personajes entre la eternidad del Dios y la composición y quiebra del yo protagonista como una gran impostura.




Tanto a C.G. Jung como a Moore -sea ya gracias a las doctrinas teosóficas paridas por el final del siglo XIX (“el año mágico de 1888”), sea ya por el revival erudito desatado por el hallazgo en 1945 de la colección de escritos gnósticos antiguos de Nag Hammadi- les ha parecido de alguna importancia el tema del Dios de los gnósticos, una contrapartida para minorías del Dios de la Cristiandad que se va perfilando en los primeros siglos de existencia de la Iglesia católica, y que en múltiples aspectos (Demiurgo, Ialdabaoth, Samael, etc…) llega hasta el pensamiento moderno y el ocultismo de la llamada “Filosofía Natural” heredera de la alquimia, en los tiempos de Huygens y Newton, Swedenborg y Kant, con La Gran Restauración de F. Bacon a la vista. Por esto y por la relevancia de las corrientes gnósticas en la tradición mágica antigua y moderna, no creo que en estas incursiones  podamos evadir por mucho más tiempo el asunto de la cuarta dimensión, aunque estemos, como siempre, volviendo a las páginas de Watchmen, donde –al menos en apariencia- no parece haber ningún tipo de interpretación mágica del deambular de Jon Osterman (Dr. Manhattan) entre los acontecimientos de su vida sub specie aeternitatis. Con este interés, que hoy se queda en poco o nada, dejo aquí las aquilatadas y reposadas palabras de Ireneo de Lyon, santo y obispo católico, en Contra las herejías, palabras que bien parecen haber sido escritos para la eternidad, pero no desde luego para la eternidad que se asoma en las obras de Alan Moore:

“Además, el Demiurgo quiso imitar la ilimitación, la eternidad, la infinitud y la intemporalidad [de los primeros Eones] (…) pero no pudo imitar su esencia eterna e inmutable, ya que él mismo era sólo el fruto de una deficiencia. Entonces expresó el ser eterno (…) en períodos y series de numerosos años, pensando imitar, gracias a la multiplicación del tiempo, la infinitud [de los primeros Eones]. Entonces se le escapó la verdad y siguió la mentira. He aquí por qué su obra deberá ser destruida al final de los tiempos.”

Esta presentación cómico-negativa del tiempo como la manifestación imitativa, paródica, versión torpe y deforme de la eternidad, una falsificación o errancia por medio de la cual un Ordenador del cosmos chapucero, incapaz de compartir la auténtica divinidad,  impone al mundo de los vivos una estructura que lo hace cambiar entre el antes, el ahora y el después - añadiéndole así una variable más que le resulta necesaria para imponer su poder limitado sobre el en sí caótico mundo material-  es una maniobra propia de las doctrinas gnósticas; y habría que ver cómo esta misma idea negativa del tiempo, que es una crítica radical del Dios creador del mundo material, permite darle una justificación filosófica (pero metafísica) a la práctica de la magia, ritual y no ritual, que haría de las diferentes variantes del gnosticismo la matriz ideológica más atractiva para los que se llaman “magos”. Aunque eso será más adelante.


martes, 12 de noviembre de 2024

Otra vuelta en "La oscuridad del simple ser"

 

Muchos pueden decir sinceramente, llevando una vida sin emociones y en apariencia trivial, que "han alcanzado sus sueños". Han comprado una casa y un coche al estilo de vida americano, pagan su hipoteca y tienen un perro tipo labrador con el que juegan sus dos o tres retoños. Y esto puede ser verdadero, en la medida en que nuestros sueños nunca fueron del todo nuestros, pues nunca son el resultado de un actividad monádica incomunicable que opere al margen del resto de soñadores ("las mónadas no tienen ventanas"; “vivimos como soñamos: solos”, etc… son afirmaciones que, desde este punto de vista, se disuelven a sí mismas, pues anidan siempre en una realidad más amplia que las hace propias de un tiempo y de un ambiente). La realidad en que vivimos también "sueña", y nosotros participamos de ese sueño. No sólo se conforma de lo que alcanza efectivamente, sino de lo que fabula y lo que teme. ¿Nadie ha reparado en la importancia que han de tener los personajes y hechos ficticios que, siendo aceptados como tales, nos acompañan en nuestro quehacer diario? Como el mar que golpea y da forma lentamente a los peñascos más sólidos, así lo que Jung llamó "inconsciente colectivo" moldea, a través de la Odisea y la Ilíada, por medio de Elvis, de Marilyn o de Luke Skywalker, nuestra capacidad de elección consciente, nuestros actos productivos diarios, nuestro diseño del personaje desconocido que nunca terminamos de interpretar. Todos estos compañeros (Odiseo, Aquiles, Elvis, el Rey de Amarillo, Batman y el Joker...) nos persiguen y acompañan mucho más allá de las horas ociosas en que hemos tenido algún conocimiento de ellos. A diferencia de lo que hacemos con la lección escolar o el conocimiento profesional, voluntariamente nos acostamos con ellos una y otra vez; otras nos dejamos asaltar por su fingido recuerdo durante las horas de la vigilia, en las que, desde el punto de vista de la normal interacción social y la lógica de lo que es verdaderamente ser, no están permitidos, puesto que no entran dentro de la planificación técnica de los logros necesarios para mantener las cosas bajo control (logros que, por supuesto, más de una vez no dejan de ser un enamoramiento colectivo soviético con fantasías tecnológicas y sociológicas que son las que deciden "lo serio de la vida”, pero que nacieron como ficción). Nadie puede negar que estos personajes quieren ser una compañía silenciosa y de un ascendente poderoso, que nos moldea con la misma lentitud con la que el agua pule los perfiles de los acantilados y se infiltra en el subsuelo para levantar las fantasiosas columnas de las grutas. Son sueños de una época. La Imitatio Christi no es nada desde el punto de vista de los logros externos y compartidos en la vigilia; es insignificante cuando asumimos que la fantasía no es sino un ejercicio incomunicable de subjetividad irracional, pero lo es todo cuando pensamos que el imitado es una ensoñación colectiva necesaria que se mantiene siempre ejerciendo una atracción constante sobre nosotros, tal como la Luna produce las mareas mientras no vemos el horizonte del mar. Al gnóstico moderno le interesa plantear que la literatura religiosa no deja de ser eso, literatura; que el poema de Gilgamesh, los libros de la Biblia, la Ilíada y la Eneida forman parte todos de una misma línea; que la fe no es sino una forma de fantasía que se ha tomado demasiado en serio; y –cómo no- que la Iglesia católica, como Moisés en su día, no ha hecho sino jugar con el prestigio de los faraones divinos para ponerlo en la ausencia permanente de un Dios transcendente; pero tras decir todo esto, tras mil aderezos y guiños a la obra de Carl G. Jung, el gnóstico modernizado sigue siendo un gnóstico, un aprovechado, un farsante –y quizás no le importe admitirlo. ¿Qué tal si ese truco que muda lo religioso y lo escatológico en lo literario se diese media vuelta, y reabriese desde lo literario el terreno de la religión? ¿Es ése el truco que el farsante Moore nos pone por delante en Providence?

 


Por centrar esto en lo que veníamos tratando, podemos encontrar en la trama de Watchmen a alguien cuyo personaje está a todas luces tomado de su entorno sin ninguna pretensión de ruptura, alquilado como un traje de nupcias, sin que eso implique una existencia falseada, una alienación insoportable en los deseos de otros, como tanto quiso descubrir el individualismo modernista europeo: Laurie Juzpeczyk, la segunda Especto de Seda, ha recibido de su madre el personaje fantástico que ha de reinar en su vida mediante una imitación consciente, y en ese sentido "se lo han dado hecho”, no ha tenido posibilidad de, como decía Heráclito de Éfeso, indagarse a sí misma. Vive -cree ella- para continuar la fantasía de otra / otros, hasta que en EEUU se pierde la simpatía popular hacia los justicieros enmascarados y son proscritos. Pero, a pesar de los reproches de Laurie hacia su vida, ni siquiera la fantasía de su madre es una vocación exclusiva e intransferible ni esencialmente una extensión "de su madre". Su disfraz, su personaje, son una ensoñación colectiva del mundo que vio venir a los justicieros enmascarados al calor de las historietas de superhéroes, y que puso el encanto y el arrojo de un modelo de mujer en la prueba de los lances de armas antes reservados a los varones. Se trata de un personaje tan compartido, expuesto y hecho a la medida de su entorno que incluso protagoniza, involuntariamente, cómics pornográficos de bajo coste con amantes masculinos vulgares en la América de los grandes esfuerzos de guerra. En ese sentido, más que una figura aristocrática de la épica, es un personaje integrado y manoseado en el mundo pop, y un icono vulgar en el sentido en que puede serlo una estrella del celuloide –lo que en sí mismo no tiene por qué ser una acusación. Desde el punto de vista de un snob, se puede decir que, siendo la figura de Espectro de Seda una fantasía pop, un trampantojo para vidas de bajo coste, no puede sino transmitir una actitud y un deseo masificados y poco refinados hacia las cosas y giros de la vida, tanto hacia aquellos que la tienen delante como admiradores, como hacia la propia vida de Laurie. Y no por ello es una figura trivial o poco decisiva. La amazona que se sigue disfrazando dentro del disfraz de Espectro de Seda es un manantial de una tradición enterrada, en la que no sólo Laurie y su madre quedan comunicadas en su fuero interno con el espíritu de la América contemporánea, sino con una fantasía que se remonta a los tiempos de la Conquista de América y a los de Alejandro el Grande. Por más que la fantasía de Espectro de Seda parezca una fama de corto recorrido, tan efímera como una estrella del paseo de la fama de Hollywood, nada hay de aciago ni de condenatorio en los hilos que se entrecruzan en su trama. La fantasía de la vida de Laurie no es suya, ni amargamente sólo suya; pero tampoco es sólo la traslación de la fantasía que inició su madre, porque ésta ya era mucho más ab initio; y es que, a veces, lo que no nos pueden dejar hecho y acreditado de verdad con una vida ejemplar (especialmente la de nuestros padres) sí nos lo pueden dejar resguardado y contenido en una fantasía que manejamos sin conseguir comprender del todo. "Mi madre pudo ser un fraude, mi vida ha podido ser un fraude, pero su personaje, en lo que nunca completamente real, nunca lo fue" -pudo pensar Laurie. ¿Es este giro la "luminaria de conocimiento en la oscuridad del simple ser" de Jung que da nombre a ese memorable capítulo de Watchmen, o han sido Moore y Gibbons mucho más generosos -y sabios- que el gran Jung en este punto?



El tema de la “pérdida de inocencia” es, en este capítulo, el descubrimiento de que los padres de Laurie no eran, en comparación con el personaje que le vendieron a Laurie como un modelo de vida y una carrera, sino un fraude. Después de ir recapitulando un rosario de desengaños, Laurie se da cuenta de que su madre, pese al deseo vergonzoso de ocultarlo al juicio social, se había enamorado del hombre más despreciable y cínico que podría haber conocido, precisamente el único que había intentado violarla y que iba, camuflado bajo la nobleza de una lucha bajo la bandera, a ser visto como un gran defensor de la causa americana. Esta sinrazón del corazón de su madre, contraria –por aparentemente débil, pasional o miserable- a toda expectativa sobre la rectitud y el buen juicio de un modelo moral, insiste en lo caprichoso, lo irracional y lo inexplicable del fondo del deseo amoroso de su madre, pese a todo el cuidado con que ella procuró criar a su única hija “dentro de una bola de cristal”, haciéndole ver que ella estaba heredando un personaje más allá de toda duda. No hay justificación posible para que la mujer más deseada de América haya elegido como padre de su única hija a un hombre de cuya paternidad más tarde, ante la mirada de los espectadores, se tenga que avergonzar. Y dado que esto sucedió, todo lo demás en la vida de Laurie, desde su primera vida intrauterina hasta su elección de besar al Dr. Manhattan, está atravesado por un error de origen, un secreto vergonzoso que resulta incurable, y del que no se ha dado cuenta hasta que el cosmos no le dado la posibilidad de recapitular su vida en un escenario inverosímil, haciendo confluir diferentes momentos del tiempo en un solo recuerdo.

Si al final de su fantasía Laurie llora porque se da cuenta de que, desde el punto de vista de los hechos y lo efectivamente alcanzado, su vida, como la de su madre, han sido una apariencia engañosa, un fraude, una broma en la que todos se ríen de nosotros como si fuésemos el niño al que han visitado los Tres Magos de Oriente –pero una broma de buen género-, digo que, si bien llora, tiene que encontrar consuelo: consuelo, porque al menos una gran fantasía, una fantasía digna sobre quiénes eran ellos y quiénes podemos ser nosotros es ya, para lo que nos queda por hacer y sin hacer, un gran regalo inagotable.


Página final de "¿Qué pasó con el Hombre del Mañana?"


jueves, 22 de agosto de 2024

Esa broma que (te) mata. Primer intento.

 

Batman: [en la sala de interrogatorios] Entonces, ¿por qué quieres matarme?

El Joker: [risas] ¡No, no quiero matarte! ¿Qué haría yo sin ti? ¿Volver a estafar a los traficantes de la mafia? ¡No, no, NO! No. Tú... tú... me completas.

Batman: Eres basura que mata por dinero.

El Joker: No hables como uno de ellos. ¡Tú no lo eres! Incluso si quisieras serlo. ¡Para ellos, eres simplemente un fenómeno [freak], como yo!

Retomando el problema de la genealogía del género de superhéroes ocurre como al dar cuenta sobre por qué el Joker (“Guasón” en la América hispana) dejó de ser un tipo cualquiera y llegó a ser el Joker: saltan a escena diferentes y plausibles historias de su origen, algunas como recuerdos de un pasado que nunca pasó (“¿Quieres saber cómo me hice estas cicatrices?”), relatos que, si bien son a su vez otras ficciones, son al menos delatores.

En el acto final de La broma asesina (The killing joke) la elección del escenario de fondo (una feria-circo abandonada que retiene, en la deprimida Gotham, el viejo estilo de los Estados Unidos de la opulencia) parecería haber sido hecha a favor del antagonista, pero en realidad, oculta el origen histórico de las historias de superhéroes. Batman y Joker se enzarzan en un combate dialéctico sobre la locura (el desquiciamiento, diría un español) y su relación con la existencia del mal en el mundo. El formato nos hace ver, como en la famosa antinomia de la Razón de Kant sobre la demostración de la existencia / no-existencia de Dios, que de los mismos hechos se pueden derivar la actitud del Joker y la actitud de Batman, siendo ambos en su íntima oposición la encarnación de un problema metafísico irresoluble derivado de la misma estructura dialéctica de los razonamientos que, como el superhombre modernista, no se detienen ante nada: "¿qué ocurre cuando una fuerza imparable se topa con un objeto inamovible?" -otra vez el Joker de "conviértete en un agente del caos".

Desde el punto de vista sociológico y de la historia económica de los EEUU, sería necesario hablar del Crack del 29, la Gran Depresión y del aumento del crimen organizado y los asaltos bajo pistola en comercios y bancos: el campo de batalla de los Minutemen de Watchmen. Aunque, bien pensado, eso puede llevar al impulso espontáneo de los cómics de detectives duros y ejemplares (Dick Tracy), antes que a la aparición de los trajes y saltos de los superhéroes. El espectáculo (más que género, espectáculo) de superhéroes tiene, a nuestro parecer, mucho en común con una carpa de circo –de un circo de los que se igualaban con la feria ambulante, no con el teatro o la danza-: de un circo exuberante de fenómenos (freaks) que son ejemplo viviente de que el hombre común no es sino un haz de capacidades y rasgos proteicos apresados por una idea limitadora, que la voluntad superhumana (sobrehumana) está destinada a romper para llevar al vulgo más allá de lo habitual y conocido y hacerlo crecer como lo haría un ecúleo metafísico, con espíritu ilustrado y prometeico.

En el Viejo Mundo no faltaron, tampoco, los reclamos del circo moderno. Como sucederá en La Liga de los Hombres Extraordinarios, donde el grupo de Mina Murray será pronto replicado por el Imperio Alemán y la Francia de comienzos de siglo mediante la creación de sus propias selecciones de superhombres, la fantasía circense que preparó el advenimiento de Superman y su posterior bienvenida como embajador de los EEUU triunfantes será compartida con entusiasmo por norteamericanos y europeos (fantasía ésta de marcado carácter yankee, aunque su destino esté más allá de lo nacional, como se ve en Superman Hijo Rojo de M. Millar y D. Johnson: "por el imperio hacia Dios", o más bien, y dado el ateísmo del Superman (Rojo), "por el imperio hacia el error sobrehumano final", que será la Tierra entera transmutada en Krypton, igual que pudo haber sido trasmutada en Yuggoth). Realmente, si estos fenómenos circenses capaces de soportar el impacto de una bala de cañón se hubieran enviado a combatir a las trincheras de la Gran Guerra de 1914, ¿hubieran reformado el destino de todas las naciones humanas, para evitarles la siguiente Gran Guerra, imponiendo su propia pax sobrehumana a partir de entonces? ¿Se habrían dejado llevar por un desquiciado esfuerzo racional -pues la guerra nunca ha dejado de serlo- hacia las últimas consecuencias del universalismo imperial, como le ocurre al -también circense- Comediante? ¿Es el imperio con las fantasías más acertadas el que necesariamente ha de ganar la guerra, o acaso es el imperio que gana la guerra el que impone sus fantasías como las triunfantes?

Además de las novelas radiofónicas y las revistas ilustradas de La Sombra (“The Shadow knows”); además de las tiras de cómic de Phantom; además de la literatura juvenil pulp de la década de los 30  (ya hemos hablado aquí de la novela Gladiator de Philip Wylie) y de las tiras de ciencia-ficción de Flash Gordon y Buck Rogers (aunque a éstos deba más un tal Jorge Lucas); además de la vulgarización de la idea del superhombre y el reemplazo de la Providencia de Dios por la Evolución darwiniana; además del conflicto agónico y sin fin entre la política real de los países occidentales y la moral judeocristiana que sirve como medida final de las naciones justas, puesto a los ojos de las masas en los hechos de la Gran Guerra; decía que, además de todos estos componentes, nosotros (yo y usted) contaremos una cosa más dentro de los antecedentes inmediatos y necesarios que van preparando la primavera del superhéroe: el espectáculo de un buen circo lleno de acróbatas voladores y figuras vestidas de fantasía, hombres y mujeres con virtudes y rasgos propios de fieras (“¡pasen y vean al hombre-lagarto!”, “¡contemplen el vuelo de la mujer-pájaro!”), individuos excepcionales que se entienden de igual a igual con los animales domados, si es que no se confunden con ellos, y que parecen haber recibido un regalo genético o una deformación paradójicamente virtuosa. En esos circos ambulantes se igualaban en el cartel magos, escupefuegos, hombres forzudos, mujeres gigantes y contorsionistas, amén de payasos y enanos, coronados por la exhibición de cuantas especies exóticas y terribles de bestias se hubieran podido reunir, y a ser posible, de cuantos individuos humanos que estuvieran, por nacimiento, entre la deformidad y la hibridación: siameses, hidrocéfalos e hirsutos hombres-bestia formaban parte de una colección itinerante de monstruos, expuestos como lo fue el Hombre-elefante de Londres en una “tienda de curiosidades” y luego retratado en From Hell para darle sentido divino a la gran tarea del Dr. Gull (“loor a Ganesha”) . La lectura del iniciado Dr. Gull no ve en la deformidad viviente un motivo de desagrado o de compasión, sino una manifestación aparentemente caprichosa de un poder superior, depositado en la capacidad de la Naturaleza para generar un ser excepcional y, sin embargo, darle una vida que pueda prolongarse durante años y buscar su propia vía de persistencia; y aunque el hombre común no esté capacitado para penetrar este misterio, el héroe fáustico se recrea en extraer un presunto mensaje divino entregado bajo la apariencia monstruosa. Y sí, nosotros pretendemos ser, si no un Fausto, al menos policías siguiendo su pista.


"W.C. Coup's New United Monsters Shows. Three Times larger than ever". Los reclamos circenses (década de 1880) durante los años iniciales del nacimiento de la publicidad moderna y el mercado pletórico del entretenimiento, anticipan un tema que va a ser una constante en el género de superhéroes y la idea vulgar (modernista) del superhombre: la ruptura ontogenética y filogenética de la máxima moral del sometimiento a una naturaleza humana heredada de Adán, el metahumanismo por la vía de hecho mediante el quimerismo y la tecnología, y por tanto, la rebelión (luciferina) del hombre contra su presunto lugar y destino en la creación y contra los límites impuestos por su molde adánico. 

En un circo moderno de comienzos del siglo XX, como en una historieta de superhéroes, no podrían faltar, con número propio o como reclamo y entremés, los fenómenos de feria (freaks), algunos de ellos virtuosos, otros chistosos como una caricatura del hombre común, otros simplemente deformes, pero todos excepcionales; de entre éstos, unos son aplaudidos por estar dotados de capacidades sobrehumanas, aunque disimuladamente siguen siendo, en comparación con el hombre común, admirables caricaturas, mientras otros son simplemente aprovechados y descartados para el acompañamiento gracioso. “Contemplen ustedes la fuerza sobrehumana de nuestro hombre forzudo, deteniendo el avance de una cuadriga de caballos”: para un Sansón o un Clark Kent, los prodigiosos cuerpos de los artistas circenses de aquellos circos hiperbólicos de comienzos del siglo XX expresaban, mediante una aparente deformación o una hipertrofia de las fuerzas orgánicas del hombre corriente, la misteriosa voluntad del Padre o la inevitable mutación del hombre hacia el Hombre del Mañana; para un espectador medio, el circo era una ilusión que conculcaba en vivo sus temores y sus prejuicios sobre lo agible y los límites del molde humano.


A comienzos de la década de 1930 el tema de la monstruosidad, ya directamente presente en La parada de los monstruos (Freaks o "Fenómenos"), vuelve sobre la oposición irreconciliable entre los dos tipos de metahumano reunidos bajo la misma carpa: el que es aplaudido por haber superado los límites de la destreza común y el que sirve como motivo de la risa (por la burla) o el horror, como le ocurrirá al Joker de Joaquin Phoenix. La monstruosidad desgraciada, tal como ocurrió en el Frankenstein de M. Shelley o en Blade Runner, es motivo de una rebelión prometeica (luciferina) del hombre contra los límites impuestos por un Creador que parece haber dejado que el mal tuerza y retuerza la naturaleza humana hasta su deformación desde la cuna y sin posible redención final, por algún motivo misterioso o, como le atribuyen los que sospechan del Demiurgo, por desprecio hacia lo creado.

De la impronta que el espectáculo de aquel circo seguramente dejaba en los jóvenes espectadores, en un mundo en el que, pese al despegue de la industria del cine sonoro, no había un acceso continuo (buffet libre) al elaborado entretenimiento de la pantalla, es necesario destacar algo en relación a la aparición de los superhéroes -y sus antagonistas. No es precipitado pensar que, todavía en los años 30 del siglo pasado, cuando el paso de este espectáculo errante se contaba como un acontecimiento, los primeros dibujantes y guionistas de los cómics de superhéroes pasaron por el ritual iniciático de visitar uno de estos circos, quedando su fantasía iluminada con el recuerdo borroso -o al menos la ilusión- de la función de un circo o la llegada de una feria, y ya para siempre marcada con la expectativa de abrirle la jaula a un ser humano con rasgos y facultades sobrehumanas (quiméricas) o a una fiera tan bien domada que, respondiendo a la voz de su domador con atino,  parecería extrañamente humanizada, en el mismo grado en que algún acróbata hubiera sido animalizado (Bat-Man y Man-Bat son antagónicos como quimeras, pero por ello, siameses). No es caprichoso imaginarse que, durante ese espectáculo, a los primeros guionistas y dibujantes de los superhéroes, así como a una potencial masa de lectores de cómic, se les empezó a formar la fantasía en la que un individuo vestido con ceñidas mallas de colores, al estilo del forzudo circense, podría saltar enormes vacíos y aterrizar con agilidad de acróbata, o levantar con sus solos brazos el peso muerto de un automóvil, o resistir el impacto de una bala de cañón, o columpiarse a alturas mortales para luego dejarse caer con la suavidad de una pluma. Cualquiera diría que en el circo ambulante, jugando a borrar el límite de lo que es posible hacer y ser en los límites de lo humano, se preparaba la salida de los personajes más estrafalarios que iban a formar las filas de DC y los ejércitos de Stan Lee y compañía, dibujándose una línea evolutiva en la que los nuevos justicieros enmascarados encajarían con facilidad. Paradójicamente, en esa línea de los superhéroes, el cómic ha culminado su origen caricaturesco antes que épico, pues en cuanto más ha pretendido abandonar el terreno del costumbrismo y el retrato de personajes ingeniosos (con esa gracia propia de los motivos vulgares del teatro) y más ha tendido a fabricar escenas sublimes y épicas a costa de personajes prometeicos, más evidente ha hecho la inoperancia de la idea contemporánea del superhombre, y su irresistible caída desde la épica a la comedia. Como la creatura monstruosa del Moderno Prometeo / Frankenstein, los superhéroes y su espectáculo se encuentran permanente expuestos a la mirada aterrorizada y curiosa del común, resultando, a la postre, deformes e irrisorios. En la misma clave están compuestos sus antagonistas, que le surgen como un complemento sobre el que sus actos puedan tener un objeto, y que les evitan aparecer en el ridículo propio del fenómeno de feria o la inutilidad de una obra de arte de fea exhibida como una curiosidad museística: gracias a la presencia igualmente deforme del antisuperhéroe, su deformidad originaria se convierte en una virtud capaz de actuar sobre algo, y no se queda en los límites de la fisiología de los fenómenos de feria, que simplemente “son”, que “están ahí para que se les mire”, quedando sus movimientos así salvados del vacío y envueltos en algún significado a los ojos del espectador. La voluntad y el cuerpo superheroicos, privados de la voluntad y el cuerpo del antagonista, no dejarían de ser como los gritos y movimientos de un fenómeno de feria que reacciona a las risas de los espectadores desde el otro lado de la jaula. Despojado de las serpientes, el grupo escultórico de Laocoonte y sus hijos no es sino una contorsión ridícula y artificiosa que no logra su resultado ante los ojos del espectador, sino que arranca la risa.

"El hombre más fuerte del mundo, asistido por el Hércules francés". El reclamo circense, al estilo de las cubiertas de los primeros números de Superman, sólo ha sido verdadero en un ámbito donde alcanza, efectivamente, su efecto pragmático y su ser participativo y pedagógico: en el juego entre los dibujos publicitarios y en la fantasía de los espectadores, donde se hace notar su persistencia y resulta encajar en una serie de fenómenos y elecciones que se ocultan en la trivialidad de la vida cotidiana.

Pero como decíamos antes, no hay una sola historia sobre cómo el Joker empezó a ser el Joker, ni mucho menos una sola historia sobre cómo Batman empezó a ser Batman, o cómo Superman empezó a diferenciarse del malvado Super-Man, es decir, cómo vinieron a ser no de acuerdo con sus fueros sino de acuerdo con los nuestros, como espectadores que transitan entre ficciones en una historia de hechos y seres reales. Como el circo de los tiempos del primer cómic y la radio, también a comienzos del siglo XX el término anglosajón “Superman”, calcado por Claudio Bernard Shaw del alemán de Nietzsche y Goethe (Fausto, a lo que se ve, también fue pensado como un “Übermensch” filosófico, en respuesta al Don Juan burlesco), se había puesto en circulación en los Estados Unidos gracias a la comedia Hombre y superhombre, que se había hecho habitual de la cartelera de los teatros de Nueva York. Pero las implicaciones filosóficas y sutilezas intelectualistas que pudiera traer el término desde su cuna noble no podrían quedar consagradas en el uso popular del término, que quedó envuelto en el nebuloso significado de “una voluntad que no respeta límites ni es temerosa de la Ley“, como en la primera historieta del malvado Super-Man escrita por Siegel y Shuster (“The Reign of Super-Man”, ya mencionada en estas páginas). Por algún camino que resulta imposible escudriñar, la palabra "superman" quedaría ambiguamente asociada a la de un ser metahumano -si me permiten el préstamo- cuya capacidad, accción y voluntad de ser (“potentia”) no puede encajar entre la del común, y no puede sino poner el mundo patas arriba para ser lo que es. El “tú me completas” del Joker al mejor detective del mundo es, como el chiste final de La broma macabra (The killing joke) sobre los dos enfermos que intentar ayudarse a escapar del psiquiátrico, una sentencia absolutoria que reúne los dos extremos de esta ambigüedad. Pues el superhombre anglosajón –lo veremos- es un individuo que se hace celeste e infernal en una misma medida (The marriage of Heaven and Hell), pero que se tiene que hacer siempre en la hipertrofia / deformidad o el desprecio del hombre común, como el espectáculo circense.


Boceto de Bob Kane para el primer Batman, mostrando tanto la influencia del montaje teatral de Broadway The Bat como del espíritu de la cartelería del circo modernista. 


Si nos quedásemos ahí, en la hipertrofia exhibida, aplaudida o admirada en las pistas del circo, habríamos llegado casi hasta el espectáculo superheroico. Como en el caso de la novela pulp Gladiator de Philip Wylie (ver nuestra serie “El hombre que pudo ser Superman”), nos tenemos que preguntar qué es lo que nos separa en ese punto, en la cumbre del espectáculo circense moderno, de la apoteosis de Superman, si ya no son ni la vestimenta ni las aptitudes.  Para el superhéroe, además de las mallas de los acróbatas del circo, tiene que haber otro factor que le otorgue su diferencia definitoria, su diferencia específica: pero a diferencia de los que intentan encontrarla en el cuerpo de la misma ficción, mediante un rasgo esencial común a todos los individuos del conjunto superheroico (“superpoderes”, “trajes”, “universos intercomunicados”), como si estuviésemos estudiando una población de seres vivientes mortales, yo insisto en buscar dicha diferencia en la relación imitativa y epocal que nosotros, los espectadores, establecemos con las ficciones superheroicas: lo que separa al género de superhéroes frente a las ficciones que les sirvieron de punto de partida, incluyendo las de otros justicieros enmascarados, no es algo que podamos reconocer en todos y cada uno de sus protagonistas, sino en una pregunta abierta o un problema que queda indeciso y expuesto como un problema ante un público que se pregunta al modo de la Razón kantiana y no puede concluir nada: “Dios fue una Idea, ¿qué es entonces el hombre?”. De ahí, del problema límite que ya no puede contenerse dentro del género de superhéroes pero sin el cual no se puede entender su espectáculo o participar de su significado, se forma para cada protagonista del espectáculo superheroico una misión: una tarea reconocida ante una multitud predispuesta que Hugo Danner (Gladiator) nunca pudo tener, pese a llevar consigo la semilla de una generación de mutantes metahumanos, y que le puso la condena perpetua de una vida errática y errante. Bajo la mirada del problema fundacional, como Edipo bajo la mirada de la Esfinge, el espectáculo superheroico dibuja una misión justiciera, pero con un alcance que ya no está limitado a la derrota de su antagonista, como en el canon del justiciero solitario. Para afrontar esa misión el espectáculo de superhéroes concede al protagonista una identidad secreta o un origen excepcional, que justifican una habilidad a la medida de la misión, pero además, ha de hacer todo lo posible por poner una señal visible a los ojos del público que sirva de anuncio de una época nueva, como el uniforme del policía es ya anuncio de todo el orden político. Los superhéroes tienen consigo una pedagogía en la que ellos mismos son los que deben ser con exclusión necesaria de la Gracia del Dios de la esperanza cristiana (nos detendremos en esto más adelante), y no sólo por tener superpoderes o reunir las habilidades de los mejores acróbatas e intelectuales. A diferencia de los personajes duros del pulp y el western, los superhéroes no tienen por qué pronunciarse ni albergar conflictos sobre su fe en un Dios justiciero. Si Superman y Batman ponen los dos extremos de la función superheroica (“superhéroes con / sin superpoderes”), es porque los superpoderes son una señal que nunca funciona por sí misma en la relación con el superhéroe. El traje que da y quita la identidad secreta del superhéroe no es sólo ni fundamentalmente un aviso sobre la intervención de los superpoderes en el curso de los acontecimientos que afectan al espectador. El traje, robado de los armarios del circo, aquí ya se ha tomado como una promesa, como una especie de símbolo escatológico que encubre cualquier problema sobre el providencialismo o el Destino Manifiesto y lo supera por la vía de hecho. Ante ese público, el traje del superhéroe señala una cosa que dentro del circo no puede pretender: la ejemplaridad universal de una buena voluntad, con la fortaleza necesaria (virtud cardinal) para enfrentar el mal sin retroceder, sin que haya posibilidad ni necesidad de renunciar a dicha buena voluntad en ninguna situación que se plantee durante la misión. Algo, sin duda, (esto de la buena voluntad) que no basta: tiene que haber ejemplaridad efectiva, un acompañamiento de habilidades circenses que se acompasan con las virtudes cardinales del carácter superheroico y que las llevan a culminar el espectáculo con las manos limpias. Y por ejemplaridad entendemos, antes que aquello que reside en el protagonista, una relación participativa entre el protagonista y el espectador que sobrevive a la exhibición y pretende la reforma moral del que se encontraba mirando; un contagio del carisma, del renombre, de la leyenda, que se mantiene más allá del mero espectáculo, tal como se aclara al final de la trilogía de Nolan. Ni siquiera está en los superpoderes, sino en la (posible) voluntad santa que resiste al mal y al mal radical y lo ejemplifica en su traje (sin el apoyo de la Providencia), la diferencia específica del espectáculo superheroico: así lo sabe Bat-Man. Bruce Wayne -creemos- no necesitó apoyo espiritual del sacerdote tras el asesinato de sus padres, sino una evolución generada por su propia elección: la voluntad de actuar, le dice Ras-al Gul. Dando el aspecto de un play-boy dedicado a la vida egoísta y a la felicidad de los lujos, su voluntad había tomado el curso inexplicable de entregarse a la causa de dejar una Gotham en la que los justos no tuvieran que temer a los injustos, o al menos -como el Batman de Nolan- a ofrecer una figura ejemplar. La voluntad de cumplir con y hacer cumplir con la idea de una ciudad de los justos realizada, incluso a costa de los propios fines egoístas de la vida, es lo que queda encarnado en el traje del superhéroe, al margen del hombre que va bajo la máscara. Y si el filósofo prusiano y moderno por excelencia, Inmanuel Kant, se lo hubiera encontrado, bien se lo podría haber explicado –como veremos más adelante-, pues no hay nada más redondo ni mayor bien en existencias que una buena voluntad autónoma (al menos para un idealista: al margen de Dios), pues en sentido práctico la voluntad (más allá del plano empírico-psicológico) se puede determinar a obrar según una ley (esa Ley: aunque sea limitada al “my One Rule”) a la que no fallará ni con peligro de muerte. Pero no olvidemos que la voluntad santa de Kant es autónoma: como el Barón de Münchhausen, se saca a sí mismo de la ciénaga tirándose de los pelos –como tanto nos recordaba el filósofo español Gustavo Bueno. Y los superhéroes están, como nos ha hecho ver dramáticamente el Dr. Manhattan, “más solos que la una” ante un universo en el que Dios ya no les hace sombra y tampoco les asiste, por ser Él en la América contemporánea “el Dios de los deístas” el Relojero que ya no está presente en la obra mecánica en movimiento evolutivo (Thomas Paine es la referencia inmediata de la metáfora del “Relojero” de Watchmen, pero para deísta, el Kant de La religión en los límites de la mera Razón).

La historia de El hombre que ríe (película de 1928), con su caracterización de un fenómeno de feria que nos recuerda terriblemente al íntimo antagonista de Batman, nos vuelve a poner en la pista de la naturaleza monstruosa y sus implicaciones sobre "el plan" de la Creación, en el que el monstruo o fenómeno es un verso suelto. La negación de "todo plan", la acusación contra los que "tienen un plan" ("schemers", dice el Joker de Heath Ledger) no se detiene en los planes de los individuos habidos y por haber en la Gotham contemporánea: proclama el caos como único fondo del mundo, frente al (posible) principio previsto por un Creador providencial. "¿Sabes qué es lo más gracioso del caos? Que es justo".

Si a Superman le dejasen todos sus superpoderes y le quitasen la buena voluntad y el propósito de intervenir ejemplarmente en el teatro del mundo, nunca habría sido ni un ápice más ni un ápice menos superhombre que el protagonista de Gladiator, Hugo Danner, que termina sus días erráticos fulminado por (lo que parece) la ira de un Padre altitonante (no, por tanto, un Dios que se limitó a ser mero “Relojero”), temeroso de su rebeldía prometeica. A Superman ningún Dios le mandará un rayo que pueda detenerlo: es más, no hay necesidad ni "ausencia de" tal castigo, pues el problema está simplemente oculto bajo la capa. El planteamiento de la cuestión sería necesariamente olvidado para que Superman tomara el relevo al protagonista de Gladiator. El Deus ex machina es el único recurso que no puede presentar nunca una ficción superheroica: el Relojero ya no volverá a salir desde la máquina. A Hugo Danner, además del disfraz circense, le faltó un antagonista a la medida de sus fuerzas sobrehumanas. A partir de ahí, pero suponiendo por principio pragmático buena voluntad y ejemplaridad al protagonista, todas las perversiones en forma de supervillanos antagónicos son posibles, siendo sus motivos ya no los del “malvado empírico”, criminal u hombre injusto, que busca riquezas, venganza o poder,  sino los del mal radical: el mal que reside en una mala voluntad, de la que hablaremos más tarde, cuya maldad consiste en hacer que lo incondicionado de la ley moral empiece a tomarse como algo que sólo se toma en serio “hasta donde me guste”: ¿no se acuerda nadie de la insistencia del Joker de Heath Ledger en que el Batman de Nolan, y por extensión, toda la ciudadanía de Gotham, renunciase a sus principios morales? “Esta noche romperás tu regla única[·your One Rule]” es el desafío del Joker a lo largo de toda la montaña rusa de El Caballero Oscuro (sí, la de Nolan). No se trata de otra cuestión: abandona tu máxima ley por una vez, y harás uso condicionado por tu conveniencia de lo en sí incondicionado (imperativo moral), como el resto de los mortales con voluntad "ya no santa", que abandonan su moral a la primera de cambio, “como un mal chiste”: demostremos esta noche que el mal radical, esa inclinación fatal de la finitud del hombre, ha podido con toda voluntad humana, que no hay (posible) voluntad santa en el mundo, que sólo el azar rige y no hay diferencia posible entre el bueno y el malo. Llevando a la ciudad entera hasta el desquiciamiento, se verá que todos estaban, ya desde antes, dispuestos a abandonar sus disfraces de gente moralmente buena, pero sólo disimulaban en una ficción de comunión moral mutuamente consentida. Parece un galimatías de la Crítica de la Razón Práctica de Kant, pero he aquí que nos topamos con el mismo problema en una de las cumbres del espectáculo de superhéroes, bien arraigada en la -o una- cuestión central de La broma asesina: ¿qué hace falta para que una voluntad buena se deje arrastrar por el mal radical y no pueda recomponerse? . Qué vamos a hacerle. Tendremos que volver sobre esto en otro momento. Del “todo es una broma” del Comediante seguiremos hablando.


La máxima moral sobre la que se construye la figura de Bat Man (creo que al menos hasta que Frank Miller retome el personaje, ya jubilado, durante la "edad Oscura") no está contenida en su evidente antagonismo ontogenético con Man-Bat, sino que paradójicamente lo une más a el Joker que a ninguno de sus otros oponentes. "No matar por principio moral" - "matar por el impulso del caos (sin plan)" es la antinomia que se construye magistralmente en El Caballero Oscuro de Nolan. Bajo la monstruosidad de la sonrisa desquiciada del Joker, se recoge una mala voluntad que no aspira a su propia felicidad, una voluntad que se ha propuesto demostrar que el mal radical está ya realizado en la propia voluntad de "la gente honrada de Gotham" y es inevitable; una voluntad incondicionamente perturbadora y negadora del sentido del deber (a diferencia de la voluntad del injusto, que busca su bien a costa de los otros); una deformación extrema que es la única manera de darle a la (posible) voluntad santa del hombre murciélago, redimido no por la Gracia sino por la Evolución superheroica (una "revolución práctica", diría Kant), su valor ejemplar.